Y ahí estaba yo, otra vez, estallando en una carcajada tan escandalosa como inevitable. Una risa de esas que no se planean, que brotan sin permiso, respuesta natural al humor único —y siempre fiel— de ese querido amigo de toda la vida. No importa cuantos años pasen, él sigue teniendo el don de hacerme reír como si el tiempo no existiera.
Pero aquella no era solo una risa. Era de esas que te hacen perder la compostura. Un estallido que me sacudía entera: el abdomen, el diafragma, cientos de músculos en concierto, y esos más de 17 que dibujan el rostro como quien pinta con luz una tarde gris. Porque reír así —con el cuerpo, con el pecho, con los huesos, sin reservas ni apariencias— es más que un acto involuntario, es un regalo. Es medicina.
La risa, lo tengo claro, es ejercicio, es resistencia, es alivio... es sanidad para el alma. Es el corazón recordando, en medio del caos, que aún vale la pena estar aquí.
Como dijo el poeta Victor Hugo: "La risa es el sol que ahuyenta el invierno del rostro humano."Y es que sí: la risa no borra el dolor, pero lo aligera. No impide que lloremos, pero muchas veces, nos ayuda a respirar. Reír es una forma de hacerle frente a la vida con valentía. Una manera de gritarle al dolor: “aún no me has vencido”.
Hay días grises. Días en los que todo parece caerse a pedazos: relaciones rotas, pérdidas que nos dejan vacíos, batallas internas que apenas sabemos explicar. Sin embargo, justo en esos momentos, Dios se encarga de enviar a las personas adecuadas. No siempre vienen con respuestas, pero sí con algo igual de poderoso: una risa compartida.
Hay seres humanos que llegan con un don: el de sanar sin tocar. Personas que, con una broma espontánea, una mirada cómplice o un comentario absurdo, nos sacan de ese rincón oscuro en donde el alma a veces se esconde. Son amistades fieles, que saben acompañar el dolor sin profundizarlo, que saben ponerle ternura en medio de los días pesados. Y muchas veces, sin saberlo, son parte del plan de Dios para nuestra sanidad emocional. Son una respuesta viva de que Él nos ve, nos escucha y nos cuida… incluso a través de una carcajada.
No hay que subestimar el valor de rodearse de gente así. Personas con las que podemos reír a gusto, sin filtros ni maquillaje emocional. Gente con la que la risa no es una distracción, sino una forma de volver a la vida.
Cuando decides reír, aun con el corazón adolorido, estás eligiendo creer. Estás declarando que hay más por delante, que el sufrimiento no tiene la última palabra. Una risa profunda tiene el poder de regenerar lo invisible. Nos da perspectiva. Nos devuelve humanidad. Nos recuerda que, a pesar de todo… todavía estamos aquí. Y eso no es poca cosa.
Haz espacio para la risa en tu vida. Haz una pausa. Respira. Rodéate de esos que saben hacerte reír. Busca esos momentos simples: una conversación honesta, una anécdota absurda, una tarde sin planes con las personas correctas. Y si no tienes a alguien cerca hoy, pide a Dios que te acerque a quienes llevan ese bálsamo en la voz, en el alma, en la forma de mirar la vida con ligereza. Porque sí, reír no lo cura todo, pero muchas veces es el primer paso para la sanidad. Reír —de verdad— es un acto de redención. Es un himno de esperanza. Es alabanza disfrazada de sonido.
Hoy te invito a reír. Ríe con todo el cuerpo, con todo el corazón. Ríe con los músculos, con la memoria, con la esperanza. Ríe, aunque te tiemble el alma. Ríe porque estás vivo. Ríe porque, aunque no lo veas del todo, Dios sigue aquí. Y si escuchas con atención… quizás lo oigas reír contigo.
Mientras esperamos nuestro destino final: el Cielo, que nuestras risas aquí abajo sean un eco anticipado de la alegría eterna, donde cada carcajada será una forma de alabanza, y cada sonrisa, una victoria sobre la oscuridad.
«La alegría del corazón hace bien al cuerpo; la tristeza mina las fuerzas»
(Proverbios 17:22 DHH)
¡Feliz y bendecida semana!
Con cariño,
Nataly Paniagua